El encuentro de dos mundos (camino a Machu Picchu)

Nuestro amigo, viajero cabal, regresó a Machu Picchu 43 años después de su primer viaje como mochilero y nos regala este bello cuento cuyo desenlace sorprende y emociona

Actualizado: 3 de junio de 2020

-Despierten muchachos, ya estamos llegando a Cusco- nos dijo Dicky señalando la ventanilla del avión. -Aquí tuvo lugar el encuentro de dos mundos, los incas y los españoles- agregó emocionado.

El avión de Buenos Aires a Lima había salido de madrugada y el vuelo hasta Cusco había sido una gran oportunidad para desmayarnos de sueño. Dicky, como hacía tiempo que venía investigando el tema de los pueblos precolombinos, nos tenía cansados con sus comentarios de sabelotodo. Por eso, todavía medio dormido, no pude reprimir el impulso de contradecirlo y le contesté: -¿Pero acaso  Pizarro no se encontró con el inca Atahualpa al norte de Perú, en Cajamarca, y no en Cusco?-

-Si, en Cajamarca se encontraron las personas, pero en el Cusco, la capital del imperio Inca, se encontraron los dos culturas, el viejo y el nuevo mundo- dictaminó con absoluta solidez.

Miré a Carlos para buscar apoyo pero éste, como era su costumbre, alzó los hombros. Bueno, Dicky si no la gana la empata, pensé, por algo había escrito un libro sobre el tema.

-¿Es su primera vez en Cusco?- me preguntó una señorita de la oficina de turismo al momento en que me daba la bienvenida en el aeropuerto.

-No, es mi segundo viaje- contesté.

En ese momento me di cuenta de que habían pasado 43 años desde aquella lejana aventura como mochilero; tan antigua, que en esa época se podía llegar a Perú en tren saliendo de Retiro y, luego de muchas combinaciones, terminar en Cusco, lo que habíamos hecho con un amigo en unas vacaciones de invierno.

-El segundo viaje nunca es igual al primero…se va a dar cuenta que todo está cambiado- me contestó con una sonrisa.

La frase me sonó enigmática. Me pregunté si se trataba de una broma porque la historia no cambia y las piedras siguen en el mismo lugar

-Empujá y subí- me gritó un muchacho barbudo que se asomó por una ventanilla. El tren local que iba desde  Cusco a Machu Picchu llegó a la estación de Ollantaytambo atestado de gente, de mercaderías, de animales. Era imposible subir a menos que se hiciera por la fuerza. Había también un tren turístico, pero éramos tres amigos sesentones, ex compañeros de escuela, en un viaje cultural donde queríamos mezclarnos con la gente para saber cómo vive y qué piensa. Dicky y Carlos habían podido subir al vagón anterior y yo había quedado abajo.

Siguiendo el consejo del joven empujé a una mujer gruesa y bajita. Ella me miró enojada, no me habló, pero corrió pocos centímetros una enorme bolsa con maíz, y pude poner un pié y subir al tren. Estuve un largo rato colgado hasta que en la primer parada el movimiento de gente me permitió entrar al vagón. El barbudo estaba sentado a unos metros de la puerta leyendo un libro. Me puse a observarlo y su rostro me pareció familiar. Era claro que se trataba de un argentino, no solo por su acento sino también por haber gritado en un país donde nadie levanta la voz. Me fui acercando y me di cuenta de que se había quedado dormido con el libro en la mano. Era una obra de Cortázar.

De golpe se despertó y me miró fijo

-¿Vos sos argentino, no es cierto?

-Sí, de Buenos Aires - respondí.

-Ah, yo también. Soy del barrio de Flores.

Antes de que pudiera comentarle que ese era el barrio donde yo había ido a la escuela me preguntó a quemarropa:

-¿Para qué vas a Machu Picchu?

La pregunta me molestó. No fue por el tuteo. Para otros podía implicar una falta de respeto o exceso de confianza pero para mí era bueno porque significaba que no me veía como a un señor mayor. Me molestó porque no tenía una respuesta clara para darle y le dije:

-Estuve allí hace 43 años y quiero ver cuánto cambiaron las ruinas en este tiempo.

Sonreímos y empezó allí una conversación más distendida.

Me contó que viajaba con un amigo, mayor que él, que estaba en otro vagón. Que acababa de recibirse de abogado pero era una profesión que no le atraía. Prefería economía o filosofía, que son más importantes para el cambio social.

Le conté que yo también era abogado, que valoraba la profesión, pero  últimamente me estaba abriendo hacia otros intereses como la radio, la comunicación social, escribir ficción, investigar el alma humana.

-¿El alma humana? -exclamó incrédulo. –no sé qué es eso, para mí lo imperativo es el cambio social, superar las injusticias, redistribuir la riqueza y darla a los que nada tienen.

-Bueno, yo pensaba eso a tu edad pero después la vida y el paso del tiempo te van demostrando que es imposible cambiar el mundo pero lo que podés hacer es tratar de mejorarte vos mismo y de mejorar a las personas de carne y hueso que están cerca.

-Eso no sirve para nada. Con ese criterio el Che Guevara se hubiera quedado ejerciendo de médico en Argentina.

-No lo considero un ejemplo. Vos podés sacrificar tu vida y morir por tus ideas pero no matar a los que no piensan como vos.

-¡El Che Guevara fue un grande que se sacrificó y dio su vida por los demás! - exclamó enojado.

Opté por no contestarle. No tenía ganas de pelear, menos con un muchacho argentino que me había caído simpático.

Hubo un silencio incómodo.

-¿Qué estás leyendo? -le pregunté para cambiar de tema

-“Bestiario” de Cortázar, me impresionó el cuento “Lejana”, ¿lo leíste?

-No, de Cortázar leí poco: Rayuela… Final de juego, mi preferido es Borges. Borges mientras te cuenta un cuento te instruye, te sorprende, te enseña de otros mundos, reflexiona sobre el alma humana, en fin,  Borges es el mejor escritor argentino de todos los tiempos.

-Nada que ver, es un viejo conservador que se dedica a ponderar la literatura extranjera.

Hice otro silencio para no discutir.

-Es claro que pensamos distinto, pero si Dios quiso que nos encontráramos en este tren será por algo- le dije para conciliar.

-Bueno, de Dios no estoy tan seguro. Pasé toda mi infancia en un ambiente religioso y no sé si Dios existe. Viendo las injusticias del mundo, parecería que no.

Nos quedamos otro rato sin hablar, mirando hacia la ventanilla un paisaje de montañas verdes.

-Decime la verdad, ¿a vos qué te mueve?, le pregunté quebrando la pausa.

-Ya te lo dije, el cambio social. Como no lo vi convencido insistí con mi pregunta.

-Bueno, te confieso que la discusión política me entretiene pero no mucho más. Se quedó pensativo y después de un rato dijo: -Hoy por hoy solo me interesan las mujeres y los viajes-

-Bueno, deberás ser un maestro en esas materias, contesté con picardía.

-Nada que ver. Todavía no encontré una mujer que realmente valga la pena y, en cuanto a los viajes, anduve de mochilero por Argentina pero esta es la primera vez que salgo del país.

Me dio cierta ternura. Parecía claro, al menos para mí, que estaba desorientado, en una búsqueda, sin un proyecto concreto para su vida.

De golpe, en una parada del tren, entraron al vagón dos muchachones empujando a la gente y agitando palos. Gritaban, amenazaban y lograron arrebatar varios bolsos a los asustados pasajeros. Fue en ese momento cuando el barbudo sacó una pala de su enorme mochila y se incorporó de un salto para enfrentarlos. Sin pensarlo yo también me paré y lo acompañé. Entonces los que se asustaron fueron los asaltantes. Tiraron los bolsos y se escaparon por una de las ventanas. Quedamos como héroes y me di cuenta de que a pesar de las diferencias teníamos algo en común: no nos gustaban las injusticias ni los abusos.

-A estos tipos habría que matarlos, dijo el barbudo mientras volvía a su asiento.

-No es para tanto -suavicé –No son ni mejores ni peores que nosotros dos.

El barbudo me miró perplejo y yo seguí.

-Mirá, para mí no hay personas definitivamente buenas o malas. Todos tenemos adentro sentimientos, emociones, actitudes y valores buenos y malos que conviven. Por momentos aflora uno y en otros, otro. No puede decirse si somos buenos o malos, sino solo juzgar cada acción en concreto. La clave es lograr dominar nuestros malos impulsos de modo en que predomine lo bueno, que el “yo hegemónico”, el que prevalece sobre los demás, sea bueno. No es una teoría mía sino de una novela de Tabucchi, “Sostiene Pereyra”. En el caso, estos atacantes mostraron lo malo pero puede haber en ellos cosas buenas.

La teoría no lo convenció para nada. Me miró escéptico y me dijo:- nada que ver, el mundo es una lucha entre buenos y malos.

Guardé silencio otra vez.

Seguimos sentados frente a frente, al lado de la ventana. Yo tenía mucho sueño porque la noche anterior nos habíamos acostado muy tarde y ese día habíamos madrugado para poder llegar a tomar el tren. Recuerdo que me quedé dormido.

Cuando desperté el que dormía era él. Me puse a observar su cara de cerca y entonces vi la cicatriz en su sien izquierda, pegada al cuero cabelludo. Me acordé de un momento de mi niñez, tengo cinco años, corro por el patio en el colegio de monjas, el enorme ventanal está abierto, mi frente choca con la punta de metal de la ventana, me aturde el golpe, caigo al piso, la sangre no para de fluir, me asusto, las monjas me recogen y llevan al sanatorio, siento el calor de los puntos de costura.

¡El barbudo tenía una cicatriz exactamente en el mismo lugar!

Me dio miedo.  Entonces me puse a mirarlo en detalle. Era igual a mis fotos de cuando tenía esa edad. Tuve ganas de salir corriendo, de irme antes de que se despertara, así al menos me quedaría la duda. Pero estaba paralizado.

Enseguida se despertó y también comenzó a mirarme con detenimiento. Entonces sentí un miedo peor: que no le gustara saber cómo iba a ser a los 65 años. Es que más allá de cómo yo fuera, temía que al verme sintiera su futuro limitado y, de golpe, perdiera ese derecho de todo joven a estar ilusionado con la posibilidad de un futuro abierto, inmenso, impredecible.

Por suerte no hizo ningún comentario.

Junte fuerzas y le hice la gran pregunta: -¿Cómo te llamás?

-Eduardo Favier -contestó, corroborando todos mis miedos -¿y vos?

-Yo soy Fabián Del Bosque, le dije. No estaba preparado para que él descubriera la verdad y el seudónimo familiar me vino bien para salir del paso.

Charlamos un rato más: su casa, su familia, su padre anticuado, su madre demasiado religiosa; se sentía atrapado, sin muchas opciones.

Me mostró una estampita de la virgen de Luján que le había dado su madre para que lo protegiera en el viaje. Era de un fuerte color azul. En ese momento me emocioné pensando en mi mamá, en su amor, en su bondad, en su optimismo, en su infinita fe religiosa y en su partida. Se me nublaron los ojos. Al verme emocionado me la regaló diciendo que tenía otra. La guardé adentro de un folleto sobre Machu Picchu que llevaba en un bolsillo de la mochila.

Luego le di un consejo: -Cuando elijas a la mujer de tu vida hacelo con libertad, con el corazón pero también con la cabeza fría. Nunca te cases para poder escapar de tu entorno-

No me contestó, solo puso cara de circunstancia.

Yo sabía que no iba a hacerme caso. Al fin y al cabo, aunque el fantasma del futuro te venga a prevenir nadie escapa a su destino. Me volví a dormir.

Cuando desperté Carlos y Dicky estaban sentados frente a mí. Les pregunté por el barbudo y me dijeron que no había visto a nadie. Que cuando habían entrado a mi vagón los asientos frente a mí estaban vacíos. Consulté a otros pasajeros y nadie sabía nada de un barbudo. Me desconcerté. Luego de un rato me tranquilicé. Al fin y al cabo había sido solo un sueño, raro pero sueño al fin.

Bajamos en el Km. 104 para hacer un día por el famoso “Camino del Inca”. Transitamos fatigosos senderos y escalinatas de piedra que subían y bajaban permanentemente, con la selva de un flanco y el precipio del otro. En la selva, hermosas orquídeas y mariposas azules. Al final del barranco, el río Urubamba rugiendo y serpenteando. El camino era hermoso, lleno de energía, pero yo no aprecié casi nada. Caminaba como un sonámbulo pensando en el sueño.

En un momento me acordé de la estampita que el barbudo me había dado y yo había guardado dentro del folleto. Esa era la prueba de la verdad. Frené de golpe mi marcha por la cornisa. Bajé la mochila de mi espalda mientras estiraba mi brazo hacia el otro lado, donde estaba el bolsillo conteniendo el folleto. El movimiento fue muy brusco y me hizo perder el equilibrio. Caí al piso, quedando al borde del precipicio. La mochila voló y por suerte quedó en un arbusto a pocos metros. En el instante en que caía pude ver que el folleto se salía del bolsillo de la mochila y volaba hacia el fondo del precipicio, con un destello de luz azul a su lado. ¿Era la estampita volando o una de las tantas mariposas azules? Nunca iba a saber con exactitud qué había pasado en ese tren.


Hoy, cuando el viaje terminó, ese encuentro conmigo mismo, haya sido real o imaginario, me interroga profundamente. A lo largo de mi vida ¿fui uno o fuimos dos?¿En cuanto cambié?  No tengo las respuestas. Pero estoy agradecido por ese encuentro porque las preguntas que me desató me ayudan a conocerme un poco más cada día

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